sábado, 29 de noviembre de 2014

Domingo I de Adviento


         “Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia”. El fragmento del libro de Isaías que escuchamos hoy evocaba el lamento de un profeta que expresaba su angustia por el futuro de su pueblo, porque, a causa de sus pecados, había sufrido la derrota y el destierro. En esta situación de agobio y sufrimiento, estalla un grito de esperanza y no duda en decirle a Dios, para que le escuchen también sus oyentes: “Jamás oído oyó ni ojo vió un Dios fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él”. Y Dios escuchó este grito y otros gritos de otros tantos personajes de la historia de la salvación que clamaron para que obtener la salvación de los hombres. Que este deseo no quedó desoído lo prueba la primera venida del Hijo de Dios que, dentro de cuatro semanas, recordaremos al celebrar la Navidad. El nacimiento en  carne humana de la Palabra divina era el cumplimiento de las repetidas promesas de Dios hechas a lo largo del Antiguo Testamento.

         Y cuando llegaba a su término la presencia del Hijo de Dios entre los hombres, un día, como recordaba hoy la lectura del evangelio, Jesús empezó a decir: “Vigilad! Velad! pues no sabéis cuándo es el momento”. Y a continuación expuso la parábola del hombre que sale de viaje, después de recomendar a sus criados y al portero que estén preparados para recibirle cuando llegue, sin precisar cuando tendrá lugar el momento del regreso, del encuentro. Vigilar significa atender cuidadosamente algo o alguien. Velar supone estar despierto cuando se debería dormir, continuar trabajando más allá del tiempo normal, asistir de noche a un enfermo o hacer de centinela o guardia para no ser atacado inesperadamente. Todos estos sentidos encajan perfectamente con la recomendación de Jesús, que nos invita a estar atentos para cuando tenga lugar su segunda venida.

         Todo ser humano espera algo en su vida. Pero conviene preguntarnos cuál es realmente el objeto de nuestra esperanza. Normalmente, desde que tenemos consciencia de que vivimos, esperamos alcanzar la plenitud de la vida con todo lo que esa supone. En nuestro esperar solamente se interpone con carácter negativo la realidad inevitable de la muerte. Por esto decimos: mientras hay vida hay esperanza. Pero la recomendación de Jesús no se refiere a las múltiples esperanzas que pueden surgir en el corazón humano. Él apunta a una esperanza concreta, la de su segunda venida, al final de los tiempos, tal como Jesús en persona anunció a sus discípulos y la Iglesia no cesa de repetir, como decimos en el Credo: De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Sin una visión de fe, un anuncio semejante corre el peligro de quedar relegado en el olvido. Pero un cristianismo sin esperanza en la segunda venida de Jesús difícilmente mantendrá la unidad y cohesión entre los distintos aspectos del misterio del Hijo de Dios hecho hombre. Su vida, su enseñanza, el misterio pascual de su muerte y resurrección, la iglesia que congrega a sus discípulos, los sacramentos que nos permiten participar en su victoria, corren el peligro de ser simplemente un cúmulo de doctrinas, ritos y modos de vivir desarticulados si falta esta espera confiada de la segunda y definitiva venida de Jesús. El tiempo del Adviento que comenzamos nos llama a reavivar en nosotros la esperanza en Jesús que viene, para mantenernos alerta de modo que no nos coja de sorpresa cuando vuelva.


         Hoy, san Pablo, en la segunda lectura, escribiendo su primera carta a los Corintios, los felicita por el hecho de vivir abiertos a la esperanza de la última manifestación del Señor Jesucristo. Él, que les ha enriquecido en todo: en el hablar y en el saber, los mantendrá firmes hasta el final para participar plenamente en la vida de su Hijo. Y terminaba diciendo que Dios es fiel a lo que anuncia, a todo lo que promete. Jesús ha prometido que volverá. Nosotros hemos de prepararnos para recibirle teniendo presentes las palabras del profeta: Tú, oh Señor, sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos.

sábado, 22 de noviembre de 2014

FIESTA DE CRISTO REY




         Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones”. La Iglesia, al celebrar en este domingo a Jesús como rey del universo, lo evoca bajo el doble aspecto de pastor que agrupa su rebaño, separando ovejas y cabritos, y de juez soberano que se dispone a dictar sentencia sobre todos los pueblos. Aunque la tradición cristiana ha entendido esta página sobre todo desde la perspectiva del juicio del final de la historia, sobre todo es importante prestar atención al contenido de su mensaje concreto por su valor siempre actual, de gran importancia para quienes nos llamamos cristianos.

         En efecto, el Hijo del Hombre, en el momento en que se dispone a juzgar a las naciones, muestra una sola y única preocupación que no es otra que el comportamiento de cada persona con relación a su prójimo. Mateo detalla lo que interesa al Juez con situaciones concretas: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Ciertamente, la lista podría alargarse hasta el infinito, pero recubre puntos significativos de la vida de los hombres de todos los tiempos y lugares, y permite entender la actitud fundamental que Jesús espera, no solamente de los suyos, de los creyentes, sino de todos los hombres. Cumplir estos requisitos supone tener abierta la puerta para entrar en el Reino que Dios prepara para todos, mientras que pasar indiferentes ante la necesidad de los hermanos, supone verse excluido de todo lo que entraña el anuncio y la promesa del Reino.

         Pero impresiona realmente constatar que, en el juicio, no se tienen en cuenta actitudes relacionadas con lo que podríamos llamar “religión”. Jesús no pregunta cuantas veces que hemos escuchado su palabra, cuantas veces hemos frecuentado los lugares de culto para celebrar la liturgia, cuantas veces hemos profesado sin miedo nuestra fe, incluso ante peligro de muerte. Los requisitos que Jesús espera de la humanidad no son simplemente una lista de buenas obras que deben ser llevadas a cabo, sino que reclama estos gestos como algo que se ha hecho a él mismo, los personaliza hasta el extremo: “Tuve hambre, tuve sed”. Por esto es comprensible el estupor tanto los que los cumplieron como los que no lo hicieron: “¿Cuando te vimos necesitado y te asistimos o no te asistimos?”. Y la respuesta de Jesús es para hacer temblar al más seguro: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis o no lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. ¿Quien de nosotros, alguna que otra vez, para ser buenos y no decir casi siempre, hemos tenido en poca consideración a los hermanos que nos rodean, que se cruzan en nuestra vida, no solo a nuestros familiares, amigos, conocidos, compaisanos, si no a todos, y empezando por los más humildes, es decir los que menos títulos tienen para merecer nuestra atención y nuestro afecto? 

         “Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo que Jesús pregunta, lo que le interesa es cómo nos hemos portado con nuestros hermanos, sobre todo con los más humildes, los más necesitados. O si damos la vuelta a las palabras de Jesús, cuantas veces hemos sabido ver y servirle en la persona de los demás. Reto impresionante que se nos propone. De nada servirán todas las magnificencias del cristianismo si no sabemos ponernos al servicio de los hermanos como Jesús hizo y nos enseñó. Ciertamente, el tema se prestaría para ridiculizar el mundo entero, la Iglesia, todo y todos. Comprendamos que, en el evangelio de hoy, Jesús  invita a entrar en el camino de una mística sencilla, al alcance todos, pero no por eso menos sublime, menos profunda. Entremos en el santuario de nuestro corazón y propongámonos con sencillez y generosidad, trabajar para saber ver y servir a Jesús en todos y cada uno de los hermanos y hermanas que aparezcan junto a nosotros en nuestro caminar hacia Dios. “Lo que hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”.
Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

sábado, 15 de noviembre de 2014

DOMINGO XXXIII DEL T. ORDINARIO



        «Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe (es decir, de Roma) y del orbe». Así se lee en una inscripción de la fachada de la Basílica del Santísimo Salvador de Roma, más conocida como Basílica de San Juan de Letrán, que, desde el siglo IV está considerada como la catedral de Roma, la sede de su obispo, el Papa, y que fue su residencia hasta muy avanzada la edad media. Hoy, al recordar su solemne dedicación, de alguna manera es para toda la Iglesia universal símbolo de la comunión de todas las comunidades o iglesias locales, repartidas por todo el mundo, con la sede romana, cátedra de los sucesores de Pedro.
         “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Con estas palabras Jesús realizó un gesto profético que Jesús en el centro del culto del pueblo escogido. El templo de Jerusalén, erigido por Salomón, era la continuación de la tienda que acompañó al pueblo en su peregrinar por el desierto, tienda que era sobre todo signo de la presencia salvadora de Dios entre los suyos, y además lugar del encuentro entre Dios y su pueblo. El primer templo fue destruido cuando la ciudad cayó en manos de los caldeos; bajo los persas, el pueblo, animado por los profetas, se preocupó en reconstruir de nuevo el templo. A este segundo templo le cupo la gloria de acoger al Mesías, a Jesús de Nazaret, el cual allí oró al Padre, participó en su culto e impartió sus enseñanzas a los judíos. 

         Pero San Juan recuerda en su evangelio que Jesús, un buen día decidió expulsar a los que faenaban en los atrios del edificio sagrado, a los vendedores de animales destinados al sacrificio y a los cambistas que facilitaban moneda para el tributo del templo. Con ello Jesús proclama que el templo es la casa del Padre y que merece un profundo respeto. Pero al mismo tiempo que reivindica el valor sagrado del templo, anuncia que está para terminar su función, pues están llegando tiempos nuevos. Al ser preguntado por qué había actuado de este modo y con qué autoridad intervenía en el ámbito del santuario, Jesús afirma: “Destruid este templo y lo reconstruiré en tres días”. Y el evangelista afirma que él hablaba del templo de su cuerpo, aunque los discípulos sólo entendieron el sentido de sus palabras después de la resurrección. Con su gesto y sus palabras, Jesús declara que el antiguo templo deja de tener significación, pues de ahora en adelante es en el Hijo hecho hombre que Dios se hace presente en medio de la humanidad y, en consecuencia, el lugar de encuentro del hombre con Dios igualmente será Jesús mismo, constituido Señor y Cristo, en quien está la plenitud de la divinidad. 

         La primera lectura evoca una profecía de Ezequiel que anuncia la próxima restauración del templo de Jerusalén, precisamente cuando el pueblo se hallaba aún en el destierro y el templo estaba arruinado.  Del lado derecho del nuevo templo manará una corriente de agua capaz de dar vida, saneando tierras y aguas, haciendo crecer y fructificar toda clase de árboles y plantas. Este templo renovado de cuyo costado brota la vida es una alusión a aquel que se manifestará como el verdadero templo, Jesús, en quien se cumplió realmente la profecía de Ezequiel. Jesús es el templo indestructible, en él reside la gloria del Dios que, a lo largo de la historia, ha manifestado su deseo de salvar a los hombres, en él los hombres podemos realmente encontrarnos con Dios. Del costado de Jesús, clavado en la cruz, manan agua y sangre, signo de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía con los que se forma la Iglesia. 

         Jesucristo, el único y verdadero templo de Dios, ha querido que los hombres, por la fe expresada en los sacramentos, formasen parte de su cuerpo místico. Por esta razón de alguna manera participamos en su condición de templo de Dios. San Pablo, en la segunda lectura recuerda que somos edificio y templo de Dios, cimentados sobre la piedra angular que es Jesús, y que formamos parte del templo espiritual en el que se ofrecen sacrificios espirituales, que Dios acepta por su Hijo Jesús. A nosotros toca vivir cada día de modo que esta realidad se manifieste abiertamente  y cuanto hagamos de palabra o de obra, sea un acto de culto, unido a Jesús y agradable a Dios.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense
 
 

sábado, 8 de noviembre de 2014

Dedicación de la basílica de San Juan de Letran



          

          «Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe (es decir, de Roma) y del orbe». Así se lee en una inscripción de la fachada de la Basílica del Santísimo Salvador de Roma, más conocida como Basílica de San Juan de Letrán, que, desde el siglo IV está considerada como la catedral de Roma, la sede de su obispo, el Papa, y que fue su residencia hasta muy avanzada la edad media. Hoy, al recordar su solemne dedicación, de alguna manera es para toda la Iglesia universal símbolo de la comunión de todas las comunidades o iglesias locales, repartidas por todo el mundo, con la sede romana, cátedra de los sucesores de Pedro.


         “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Con estas palabras Jesús realizó un gesto profético que Jesús en el centro del culto del pueblo escogido. El templo de Jerusalén, erigido por Salomón, era la continuación de la tienda que acompañó al pueblo en su peregrinar por el desierto, tienda que era sobre todo signo de la presencia salvadora de Dios entre los suyos, y además lugar del encuentro entre Dios y su pueblo. El primer templo fue destruido cuando la ciudad cayó en manos de los caldeos; bajo los persas, el pueblo, animado por los profetas, se preocupó en reconstruir de nuevo el templo. A este segundo templo le cupo la gloria de acoger al Mesías, a Jesús de Nazaret, el cual allí oró al Padre, participó en su culto e impartió sus enseñanzas a los judíos.

         Pero San Juan recuerda en su evangelio que Jesús, un buen día decidió expulsar a los que faenaban en los atrios del edificio sagrado, a los vendedores de animales destinados al sacrificio y a los cambistas que facilitaban moneda para el tributo del templo. Con ello Jesús proclama que el templo es la casa del Padre y que merece un profundo respeto. Pero al mismo tiempo que reivindica el valor sagrado del templo, anuncia que está para terminar su función, pues están llegando tiempos nuevos. Al ser preguntado por qué había actuado de este modo y con qué autoridad intervenía en el ámbito del santuario, Jesús afirma: “Destruid este templo y lo reconstruiré en tres días”. Y el evangelista afirma que él hablaba del templo de su cuerpo, aunque los discípulos sólo entendieron el sentido de sus palabras después de la resurrección. Con su gesto y sus palabras, Jesús declara que el antiguo templo deja de tener significación, pues de ahora en adelante es en el Hijo hecho hombre que Dios se hace presente en medio de la humanidad y, en consecuencia, el lugar de encuentro del hombre con Dios igualmente será Jesús mismo, constituido Señor y Cristo, en quien está la plenitud de la divinidad.  

              La primera lectura evoca una profecía de Ezequiel que anuncia la próxima restauración del templo de Jerusalén, precisamente cuando el pueblo se hallaba aún en el destierro y el templo estaba arruinado.  Del lado derecho del nuevo templo manará una corriente de agua capaz de dar vida, saneando tierras y aguas, haciendo crecer y fructificar toda clase de árboles y plantas. Este templo renovado de cuyo costado brota la vida es una alusión a aquel que se manifestará como el verdadero templo, Jesús, en quien se cumplió realmente la profecía de Ezequiel. Jesús es el templo indestructible, en él reside la gloria del Dios que, a lo largo de la historia, ha manifestado su deseo de salvar a los hombres, en él los hombres podemos realmente encontrarnos con Dios. Del costado de Jesús, clavado en la cruz, manan agua y sangre, signo de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía con los que se forma la Iglesia.

         Jesucristo, el único y verdadero templo de Dios, ha querido que los hombres, por la fe expresada en los sacramentos, formasen parte de su cuerpo místico. Por esta razón de alguna manera participamos en su condición de templo de Dios. San Pablo, en la segunda lectura recuerda que somos edificio y templo de Dios, cimentados sobre la piedra angular que es Jesús, y que formamos parte del templo espiritual en el que se ofrecen sacrificios espirituales, que Dios acepta por su Hijo Jesús. A nosotros toca vivir cada día de modo que esta realidad se manifieste abiertamente  y cuanto hagamos de palabra o de obra, sea un acto de culto, unido a Jesús y agradable a Dios.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense