sábado, 28 de febrero de 2015

Domingo II de Cuaresma (ciclo B)

Señor Jesús: transfigúranos también a
nosotros en nuevas creaturas,
totalmente agradables al Padre Dios.
            Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Es fácil de entender la reacción de Pedro ante la visión que se ofrecía a sus ojos: Jesús, el maestro amado, aparecía envuelto de esplendor, asistido por Moisés y Elías, que eran lo mejor de Israel, la ley dada por Dios, y el testimonio vivo y eficaz de los profetas. Pedro desea perpetuar esta visión, pero como Marcos no duda en afirmarlo, no sabía lo que decía. Es fácil criticar a Pedro por su ligereza, pero todos nosotros a menudo imitamos al apóstol cuando queremos perpetuar momentos bellos de nuestra existencia, olvidando que estamos de paso y que no se dejan huellas en el aire o en el agua. Pedro necesitará escuchar la voz del Padre para volver a la realidad y comprender que lo único estable es Jesús, el Hijo de Dios, al que hay que escuchar y seguir, incluso cuando sube al Calvario, única posibilidad para llegar a la realidad de la Pascua, insinuada en la escena de la Transfiguración. Esta afirmación puede sonar demasiado dura, pero se impone hacer un esfuerzo para entender lo que Dios quiere realmente inculcarnos, que no intenta llevarnos por caminos insólitos o incluso desequilibrados, sino llevarnos a participar de su vida y de su gloria.

          San Pablo en la segunda lectura, hace hoy una afirmación, que, por lo menos podemos calificar de desconcertante: Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros. Sin duda alguna cuesta aceptar la idea de un Dios, que por definición debería ser bueno y que, en cambio, exija nada menos que la muerte de su Hijo. No podemos quedarnos con una formulación semejante que de tan simplista llega a ser monstruosa. La afirmación de Pablo hemos de entenderla en el conjunto de toda la revelación. Dios, apiadado de la miseria de la humanidad, que por su pecado se había hecho merecedora de la muerte, no duda en enviar a su Hijo, para que asuma toda la realidad humana, incluso la enfermedad y la muerte, y así abrir la puerta de la salvación total. El acento ha de ponerse en el amor que Dios siente por nosotros, como lo expresa san Juan cuando afirma: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que tengan vida eterna.

          Es desde esta perspectiva que conviene interpretar el fragmento del libro del Génesis. El autor hablaba de Abrahán, un hombre que, dejando patria, familia y amigos, se lanzó a peregrinar por el mundo, siguiendo la voz de Dios que le prometía tierras, bienes y gran descendencia. Y cuando empezaba a palpar estas promesas al estrechar entre sus brazos a Isaac, al hijo amado, le pareció oír una voz de Dios que pedía nada menos que el sacrificio de Isaac. El texto hace sentir el drama de aquel hombre, herido en su propia carne, desgarrado en su misma fe. Él, que un día había renunciado a su pasado, ahora parece ser invitado a sacrificar incluso su futuro. Pero Abrahán no duda, su fe es más fuerte que sus sentimientos de padre: creyendo y esperando contra toda esperanza, sabiendo que Dios no puede ser infiel a sus promesas y que puede devolver a la vida incluso los que han muerto, no se echa atrás. La finalidad original de esta narración, que suscita sin duda una fuerte perplejidad, es un intento de apartar a los hombres de la atrocidad de los sacrificios humanos entonces habituales, en una época subdesarrollada desde el punto de vista religioso. El episodio termina contando cómo, en lugar del Isaac, es sacrificado un cordero, mientras brillan en todo su esplendor la fe y la obediencia de Abrahán hacia su Dios, y se anuncia que Isaac será padre de una multitud de pueblos.


          Dios no quiso aceptar el sacrificio de Isaac, el hijo predilecto de Abrahán, contentándose de la ofrenda de la fe y obediencia del patriarca, simbolizada en un cordero. En cambio, no dudó en dejar a Jesús, su propio Hijo amado, su predilecto en quien tiene puestas todas sus complacencias, en manos de los hombres que, en su ceguera espiritual, no dudarán en hacerle gustar la muerte. Pero Dios intervendrá y en la Pascua le hará resucitar, para constituirlo Señor y Mesías. El misterio de la Pascua es principio de la vida y de salvación, para todo el que cree, pero, a pesar de todo, continua siendo para muchos escándalo y motivo de irrisión y de desprecio. Como Abrahán, como Pedro conviene entrar en las perspectivas de Dios y creer sin dudar en su palabra de vida.
P. Jorge