La
Ascensión clava nuestra esperanza de forma indemne nuestra en propia felicidad
eterna. Así como Jesús, el Hijo de José y María, ha subido con su cuerpo glorificado
al cielo, así tú, yo y todos los fieles
que se esfuercen en entrar y vivir el misterio, subirá para nunca bajar, para
quedarse para siempre allí.
La
Ascensión, es un subir, es un superarse de continuo, un no resignarse vivir
mirando siempre al suelo. Es un deseo continuo de Subir, siempre subir; querer ser otro,
distinto, mejor; mejor en lo humano, mejor en lo intelectual y en lo
espiritual. Cuando uno se para, enferma; cuando uno se para definitivamente, ha
comenzado a morir. Se impone la lucha diaria, la tenaz conquista de una meta
tras otra, hasta alcanzar la última, la añorada cima de ser santo. Esa es mi
meta, esa es mi cima, tu meta, tu cima.
Al
ascender al cielo Jesús no pensaba sólo en su triunfo; quería que todos los
hombres subieran con Él a la patria eterna. Había pagado el precio; había
escrito el nombre de todos, de cada uno, en el cielo, tu nombre y el mío, el de
cada uno. El Cielo es tuyo, el Cielo es mío, es nuestro, do todo el que tiene
ese deseo constante y creciente de subir. Es preciso que nos preguntemos, al
menos de vez en cuando: ¿Subimos o nos quedamos? Recordemos siempre que Jesús subió a “preparanos
un lugar”. Si no subimos, lo perdemos. ¡Cómo debe emocionarnos esto: Dios mismo preparando un lugar, mi lugar, en
el cielo.
Dios creó al hombre, a ti y a mí
concretamente, para que, al final, vivamos eternamente felices en la gloria. Si
nos disponemos a subir, Dios consigue su plan, y nosotros logramos nuestro
sueño. Entonces habrá valido la pena vivir...
¡Con
cuanta ilusión Jesús hubiera llevado a la gloria consigo a sus dos compañeros
de suplicio! Pero sólo pudo llevarse a uno. Porque el otro no quiso... Se salva
sólo quien quiere salvarse. El nos ofrece la salvación, cada uno debemos
aceptarla y acogerla.
Si
Cristo pudiese ser infeliz, lloraría eternamente por aquellos que, no quisieron
aceptar su salvación. Jesús lloró sobre Jerusalén, Jesús ha llorado por ti y
por mí, cuando le hemos cerrado la puerta de nuestra alma. Ojalá que esas
lágrimas, sumadas a su sangre, logren llevarnos con Él al Cielo.
Si
le pedimos con la misma sinceridad que el buen ladrón: "Acuérdate de mí,
Señor, cuando estés en tu Reino", no hay duda de que escucharemos también:
"Estarás conmigo en el Paraíso". Y así, el que escribió tu nombre en
el cielo podrá, por fin, decir: "Misión cumplida".
Dios
a través de la Segunda Persona de la Trinidad –El Hijo- nos ha regalado al
Cielo, para nosotros, es hora de responder. No podemos vivir sin su amor. La
vida sin Él es un penar continuo, una madeja de infelicidad y amarguras. Amar
es la respuesta, es el sentido, amar eternamente al que infinitamente nos ha
amado. El Cielo lo grita: Dios es amor.
La
ascensión nuestra al cielo, será el último peldaño de la escalera que tenemos
que subir; será la etapa final y feliz, sin retorno ni vuelta atrás. Debemos
pensar en ella, soñar con ella y poner todos los medios para obtenerla. Todo
será muy poco para conquistarla. Después del Cielo sólo sigue el Cielo. Todos
nuestros anhelos más profundos y entrañables, estarán, por fin, definitivamente
cumplidos.
Al
final de la vida lo único que cuenta es lo hayamos hecho por Dios y por
nuestros hermanos. "Yo sé que toda la vida humana se gasta y se consume
bien o mal, y no hay posible ahorro. Los años son ésos y no más, y “la Eterna
Felicidad” el Cielo, para quien la desee de Verdad.
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